ASTRONOMÍA - Constelaciones



Después de muchas aventuras, Orión fue a la isla de Quíos, donde al poco tiempo se enamoró de Mérope, la hija del rey Enopión. Tal era su amor hacia ella que la pidió en matrimonio. Enopión consintió en ello, pero previamente exigió al gigante que demostrara su valor llevando a cabo una difícil misión. Orión tendría que exterminar un gran número de animales dañinos que estaban causando enormes pérdidas en las cosechas de la isla. Una vez que Orión hubo exterminado todas las alimañas, el monarca se negó a cumplir con la palabra dada a Orión.






Orión intentó vengarse de Enopión, pero no pudo encontrarlo ya que éste se refugió en una cámara subterránea tan enrevesada, que era prácticamente inescrutable. Entonces, Orión montó más aún en cólera y, enfurecido, descargó su ira en todas las bestias que se atravezaban en su camino sin distinción de ferocidad o inocencia. Tal fue la matanza que Orión había causado, que su madre Gea tuvo que intervenir pidiéndole, que cesara en su absurda tarea. Orión, violento e irreflexivo, hizo caso omiso a las palabras de su madre y siguió en sus trece, a pesar de las repetidas advertencias de Gea.
Un día, cuando el soberbio Orión, se encontraba reunido con sus amigos, envaneciéndose de que ni las bestias más terribles como los tigres, las panteras, los leones o serpientes eran capaces de producirle espanto alguno, su madre Gea llegó al límite de su paciencia, la cual le mandó un escorpión muy venenoso. Orión, al verlo, no pudo contener su irónica sonrisa ante la ridiculez de aquel insignificante adversario enviado por Gea.
 
Orión se confió y el escorpión le picó en un talón con su potente aguijón venenoso, y tan pronto como hizo eso, Orión le aplastó con su mazo. La terrible ponzoña se extendió por toda la sangre de Orión y éste cayó al suelo medio moribundo. Cuando vio que la muerte era ya inminente, pidió auxilio e imploró venganza al todopoderoso Zeus, ya que la muerte que le acechaba era poco gloriosa para un personaje de su talante. Le pidió al dios supremo que lo colocaran en los cielos con sus dos fieles perros de caza (Canis Mayor y Canis Menor) y una liebre (Lepus), para que los hombres, cuando miraran hacia arriba en las oscuras noches estrelladas, recordaran las aventuras del gran cazador Orión. También le pidió a Zeus el dominio de las tempestades, las tormentas, el hielo y los vientos, a fin de poderse vengar así de su madre la Tierra (Gea).



Zeus fue condescendiente con Orión y atendió sus súplicas. La Tierra tembló, y desde entonces lo ha venido haciendo hasta nuestros días cada vez que ha visto aparecer a Orión sobre el firmamento, ya que éste siempre ha traído consigo el viento, el frío, las tempestades, los hielos, las nieves y las escarchas, que tan abundantes son en invierno sobre la Tierra, coincidiendo con la llegada de esta constelación.
También se encargó Zeus de situar el Escorpión (Scorpius) en el firmamento, pero tuvo cuidado de ponerlo lo más alejado posible del gigante para que nunca más volvieran a enfrentarse. Así pues, cuando Orion desaparece de la bóveda celeste es cuando hace su aparición la constelación de escorpión. Mientras que Orión aparece durante el invierno, Scorpius lo hace en el verano, perpetuando su lucha contínuamente.







Perseo.


Perseo era hijo de una mujer mortal, Dánae, y del gran dios Zeus, el rey de cielo. El padre de Dánae, el rey Acrisio, había sabido por un oráculo que algún día su nieto lo mataría y, aterrorizado, apresó a su hija y expulsó a todos sus pretendientes. Pero Zeus era un dios y quería a su hija Dánae. Entró en la prisión disfrazado de aguacero de lluvia de oro, y el resultado de su unión fue Perseo. Al descubrir Acrisio que, a pesar de sus precauciones, tenía un nieto, metió a Dánae y a su hijo en un arcón de madera y lo arrojó al mar, esperando que se ahogaran.

Pero Zeus envió vientos suaves para que empujaran a madre e hijo a través del mar hasta la orilla. El arcón llegó a tierra en una isla donde lo encontró un pescador. El rey que gobernaba en la isla recibió a Dánae y a Perseo y les ofreció refugio. Perseo creció allí fuerte y valiente, y cuando su madre se sintió incómoda por las insinuaciones que no deseaba del rey, el joven aceptó el desafío que lanzó este molesto pretendiente. El desafío consistía en traerle la cabeza de la Medusa Gorgona.

Perseo no aceptó esta peligrosa misión porque deseara adquirir gloria personal, sino porque amaba a su madre y estaba dispuesto a arries­gar su vida para protegerla.

La Medusa Gorgona era tan horrorosa que sólo con mirarle a la cara con­vertía en piedra al observador. Perseo necesitaba la ayuda de los dioses para ven­cerla; y Zeus, su padre, se aseguró de que le ofrecieran esa asistencia. Hades, el rey del inframundo, le prestó un casco que hacía invisible al portador; Hermes, el Mensajero divino, lo proveyó de sandalias aladas, y Atenea le dio la espada y un escudo especial pulido con tanto brillo que servía como espejo. Con este escu­do, Perseo pudo ver el reflejo de Medusa, y de ese modo le cortó la cabeza sin mirar directamente a su horrible rostro.

Con esta cabeza monstruosa, convenientemente oculta en una bolsa, volvió para casa. Durante el viaje vio a una doncella hermosa encadenada a una roca que había en la playa, esperando la muerte a manos de un terrible mons­truo marino. Supo que se llamaba Andrómeda y que la estaban sacrificando al monstruo porque su madre había ofendido a los dioses. Conmovido por su situación y por su hermosura, Perseo se enamoró de ella y la liberó, convirtiendo al monstruo en piedra con la cabeza de la Medusa Gorgona. Después, regresó con Andrómeda para presentársela a su madre que, en su ausencia, se había sentido muy atormentada por las insinuaciones del malvado rey, hasta el punto que, desesperada, tuvo que buscar refugio en el templo de Atenea.

Una vez más, Perseo sostuvo en el aire la cabeza de la Medusa, convirtiendo en piedras a todos los enemigos de su madre. Después le entregó la cabeza a Atenea, que la montó en su escudo, con lo que en adelante se con­virtió en su emblema. También devolvió los otros dones a los dioses que se los habían dado.

Andrómeda y él vivieron en paz y armonía desde entonces y tuvieron muchos hijos. Su único pesar fue que, cierto día, mientras tomaban parte en unos juegos atléticos, lanzó un disco que llegó demasiado lejos impul­sado por una ráfaga de viento, y accidentalmente golpeó y mató a un anciano. Este hombre era Acrisio, el abuelo de Perseo. Al final, de esta forma se cumplió el oráculo que el difunto anciano tanto se había esforzado por evitar. Pero en Perseo no había ningún espíritu de rencor ni de venganza y, debido a esta muerte accidental, no quiso seguir gobernando su legítimo reino. En con­secuencia, intercambió los reinos con su vecino, el rey Argos, y construyó para sí una ciudad poderosa, Micenas, en la que vivió largo tiempo con su familia en amor y honor.